El difícil rol de la crítica
2005
Una de las consecuencias más funestas de la llamada postmodernidad es
haber hecho creer que la crítica ya no tenía sentido. Con ese argumento se
vaciaron las posibilidades de decir algo sobre las obras de los demás. Sobre
todo si se desconocía el mundo cultural subjetivo y objetivo que rodea la vida
del autor y su público consumidor. Importante elemento de juicio para poder
abrir la boca sin correr el riesgo de ser arbitrario.
Pero en Bolivia prácticamente nunca hubo una crítica seria. Cualquier
cosa hecha siempre fue recibida con flores. Desde las más buenas hasta las
pésimas. “Peor es no hacer nada” o “se trata de productos nacionales” fueron y
siguen siendo los argumentos conformistas para justificar lo nacional por sí
mismo.
Sin embargo está surgiendo una saludable posibilidad de decir algo
sobre el arte y entramos en pánico. Bienvenida la crítica de los comunicadores
y también la del oculista. No es verdad que no se puede decir algo sobre lo que
uno piensa en relación con el arte. Absurdo sería callar buenas o malas
impresiones ante producciones hechas públicas (pequeñas, grandes, baratas,
caras, eruditas o populares). No confrontar ideas sería como evitar crecer y
proyectar nuestra producción simbólica. Ya no vivimos en una aldea desconectada
del mundo. El tiempo y el espacio se diluyeron con la feroz y riquísima
globalización. Podemos ver y aprender de todo el mundo para comparar y tener
referentes útiles al momento de emitir juicios en contexto de libertad de
expresión. Es un derecho que nadie lo puede vulnerar. A no ser que nuestra voz
vulnere el derecho de los otros. La injusticia merodea cuando no se sabe sobre
las condiciones de producción. Por eso no es fácil decir algo sobre lo que
alguien hace con esfuerzo. Salvo que lo haya hecho sin ningún esfuerzo.
A veces nos es difícil diferenciar una obra de arte de otra que no lo
es. Los anarquistas afirman que todos los humanos pueden hacer arte desde el
momento que estetizan las cosas que los rodean. Es verdad. Todo humano
embellece su cuerpo hasta los utensilios y los ambientes que utiliza en su vida
cotidiana. Solamente que lo bello es relativo. Lo considerado bello por unos
puede ser horrible o hasta asqueroso para los otros. Grave dilema para los
autodenominados “críticos” y pantanoso terreno para la interculturalidad.
¿Qué define entonces lo que es o no es arte? Los filósofos de la
fenomenología nos ayudaron a reflexionar sobre ello con su noción de
“intencionalidad”.
Encontrarse con un objeto en el que existen rasgos o huellas de una
actitud de su autor por embellecer la cosa es signo de la existencia de una
obra de arte. Si a esas marcas se suman las señas de reconocimiento de
“belleza” por parte de algún tipo de espectador o público. Por favor. Sin duda
que es una obra de arte. No cometamos la torpeza del ex-alcalde que quiso
retirar la obra de la Plaza de las Banderas. Tal vez su refinada erudición
aristocrática no le permitió ver que cientos de personas y novios se sacan
fotos frente a lo que él llamó “muela” o “marraqueta” de piedra. Esas personas
gozan de la belleza del objeto así como de las escaleras mecánicas de las
Torres Soffer o la puerta del ex Banco BIDESA. Son apreciaciones subjetivas
pero altamente valiosas. El problema de la mal llamada marraqueta no es
estético sino político. Un error de apreciación por parte del crítico puede
condenarlo al divorcio con su propio pueblo.
No caigamos en un intelectualismo que juzga el arte de masas desde su
sapiencia superior. Analizar una obra con parámetros de otro contexto estético
también es un acto de esnobismo. Es un barbarismo típico de intelectuales tanto
de derecha como de izquierda. Hay que superar la estupidez burguesa de
consagrar las “bellas artes” como
verdadero arte y lo demás como artesanía. En Bolivia el infinito y gran espacio
de producción cultural es el de los mestizajes populares. Lo “chojcho” y vulgar
para nuestros ilustrados criollos.
Algunos detestan la plasticidad de Luis Miguel. Otros asquean la
histeria compulsiva de Shakira. Muchos lamentan la irreverencia caótica de
Charly García. Hay quienes tienen
vergüenza ajena por los versos cursis de Arjona el “Poeta de América”. La
cumbia villera es un bombardeo “chojcho” para miles de rockeros. Los nacionales
dicen que debía llamarse Cumbia - Villegas. Los Maroyu no tienen cabida en las
especializadas colecciones de universitarios de izquierda. Los Kjarkas y Pacha
siempre despertaron rencores entre los músicos e intelectuales paceños que los
acusaron de ser vendidos al sistema. Lo mismo dicen ahora de los Wayna Wilas.
Hay quienes piensan que Sanjinés es un izquierdoso trasnochado. Miles aseguran
que la Consagración de la Primavera de Stravinsky es simplemente bulla. Dalí
nunca se imaginó que de ser considerado loco pasó a estar de moda. Tampoco el
Che Guevara pudo sospechar que su imagen se convirtiera en sticker decorativo
de las culturas globalizadas juveniles. Infinitas cantidades de producción
simbólica (arte) circulan en contextos culturales radical o parcialmente ajenos
entre sí. “Hay gustos para todos” nos diría algún apóstol de la posmodernidad.
Entonces. ¿De qué y para qué hablar? ¿Para qué hacer crítica? ¿Qué se
puede decir si todo tiene sus condiciones y razones de existir? Hay todavía
alguien a quien desvendar en sus astutas y perversas maniobras por engañar
sectores desinformados y hacerse pasar por gran artista. El que se aprovecha de
la industria cultural para llegar a más público y para hacer puro negocio
económico y simbólico (status). El que se especializa en identificar fórmulas
de manifestaciones artísticas (música, pintura, teatro, literatura, cine, etc.)
para reproducirlas cínicamente en aparentes obras originales que no son más que
pura repetición. Los que filman “tomas” surrealistas sin conocer la lógica de
un paneo bien hecho. Los que arman oraciones de efecto sentimental porque saben
que conseguirán reconocimiento y éxito.
Los que saturan de sexo explícito escenas que podrían ser metafóricas. Los que
componen con intencionalidad simplemente lucrativa o política y no estética.
Los sensacionalistas y esnobistas del arte, etc., etc.
A esos se puede acusar de facilistas y embusteros por querer hacerse
pasar por artistas y aprovecharse de condiciones culturales que les permiten
esconder sus sospechosas intenciones.
No es que lo estético esté reñido con el mercado. Identificar
intenciones es una tarea arriesgadísima. Los Beatles y Spilberg son buen
negocio y buen arte al mismo tiempo y pocos pueden criticarlos. Pero sobre “La
Pasión de Cristo” se puede discutir bastante tomando en cuenta que un hombre se
hace multimillonario en base a fórmulas en pocas semanas y continentes enteros
lloran renovando su fe. Es un complejo panorama en el que no podemos olvidar
que a un lado hay quienes producen mezclando intencionalidades y al otro lado
pueden haber millones que pueden reconocerlas e inventar otras. Es normal que
el público encuentre sentidos insospechados por el productor. Objetos creados
para cumplir funciones específicas pueden ser convertidos en obras de
contemplación. Por eso las planchas y bacines antiguos ahora son adornos o
floreros valiosísimos.
La crítica en tiempos de globalización es difícil, pero nunca
renunciable y siempre saludable mientras refleje con argumentos ese complicado
tejido de factores y situaciones que pueden hacer que la creatividad convierta
la naturaleza en una gran obra de arte o una triste basura. La forma sarcástica
o elegante de decirlo y el uso de palabras es simplemente una cuestión de
estilo.
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