Nueva entrada nacional al folk-rock
Los espacios culturales en Bolivia no siempre se han
comunicado con fluidez y entendimiento. La discriminación de los campos
culturales populares tiene origen colonial. No es de extrañarse. Hasta los
reprimían y castigaban. En el siglo XX la Revolución del 52 reconfiguró las
relaciones culturales con el surgimiento de nuevas dinámicas de construcción de
identidad. La década de los 60 gestó la aparición de nuevos pero distantes
espacios de producción y consumo cultural. Apareció el Rock boliviano frente al
Neo-folklore que comenzó a dar pasos agigantados frente a otros movimientos. La
Nueva Canción Social (protesta) se enquistó en una burbuja ideológica que cerró
las puertas a cualquier contacto con la considerada “música sin compromiso”. La
demarcación de límites estéticos fue el sello de la convivencia distanciada en
las últimas décadas. Hasta que se aceleró la globalización.
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Concierto, mayo 2017 en Cochabamba (foto propia) |
Persisten signos de intolerancia entre identidades con
lógicas distintas en su construcción. Hay quienes creen que el folklore de masas
es cada vez más alienado y sin apego a las raíces. Otros afirman que el
reggaetón o la electrónica ni siquiera son música. Muchos años pasaron para que
los rockeros se acercaran al folklore o éste a la música sinfónica. Pocos
músicos superaron la fusión entre la música andina con el rock que hicieron los
Wara en los años setenta. Las formas más exitosas de la industria cultural
utilizaron maquillajes instrumentales para ponerle el toque rural al rock.
Octavia es el mejor ejemplo de ello.
La canción social ha mirado con desprecio las formas
industrializadas y masivas que han servido de escenario para interpelar a jóvenes
y adultos. Los Kjarkas han sido objeto de desprecio por parte de élites que han
condenado su capacidad de apropiación de las lógicas del mercado para renovar
importantes manifestaciones de identidad en todo el territorio nacional. El
Folklore tampoco se ha interesado mucho por el rock y menos por el jazz.
Pero el espacio más despreciado por todos es el de la cumbia
tropical. Sus dinámicas de articulación y circulación alejadas de toda
preocupación que no sea la fiesta ponen nerviosos a los demás. Ningún espacio se alimenta de la
música chicha pero ésta absorbe de todas y mucho. La libertad de creación y
desplazamiento estético son su principal característica. No tienen más
compromiso que con la felicidad del baile y eso les da buena plata. Hay quienes
creen que además de no ser música no es cultura. Es el espacio de producción
cultural más importante del país por la gente y los recursos que mueve. Instrumentos
de última generación y ritualidad generan espectáculo en torno a identidades
mestizas en eufórico movimiento.
En países vecinos los contactos y encuentros entre géneros
musicales distintos ocurren de manera más fluida y sin miramientos. Lo que
importa es la sensatez y honestidad del artista cuando crea algo sin imponerse
reglas ni comprometer su libertad. En nuestro país hay muestras
sofisticadísimas de interculturalidad en la música y en otras artes. Atajo y
TakiOngoy son dos excelentes muestras entre muchas.
Pero algo interesante ocurrió con la nueva gira de Savia
Nueva (una especie de Sui Géneris para los bolivianos) junto a Nito Mestre
(rock) y Adrián Barrenechea. Es un grupo clave que nace y se consolida como
ícono de la canción social boliviana que acaba de generar una nueva entrada al
folk rock. Venía haciéndolo paulatinamente en los últimos años. El resultado es
una hermosa fusión del folklore latinoamericano con el jazz y el rock de
altísimo nivel. No es casual que sus músicos tengan origen en bandas del mejor
rock y jazz nacionales. Los ritmos tradicionales son resaltados con una
sonoridad propia de las mejores agrupaciones latinas con sabor a diálogo
intercultural. Un hito y regalo para sus seguidores de todas las épocas.
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